Todas las tardes y a la misma hora pasaba por aquel lugar. Si bien no tenía aspecto de ser una niña de la calle, se notaba que en su vida había mucha carencia. Dueña de unos hermosísimos ojos negros, de una mirada que te regalaba imágenes, y derretía al corazón más duro. Así hacía su camino, sin darse cuenta de la ternura tan grande que inspiraba.
A veces llegaba sola, pero había días que la acompañaba alguien más pequeño que ella, le apretaba la mano con tanta fuerza, cuidaba tanto de ese ser que ni el mismo destino se hubiera atrevido a separarlas, yo creo que era su hermanita, tenía que serlo, sus ojos me lo decían.
Nada detenía su marcha: lluvia, viento, sol, frío, siempre estaba ahí, y yo esperaba puntual en la ventana para disfrutar la fiesta de su encuentro. Ella tenía para mí una sonrisa, yo le regalaba unas palabras que el cristal impedía que las escuchara.
Siempre se repetía la misma situación, hasta que mi curiosidad me llevó a ese lugar y pregunté: ¿qué es lo que busca esa niña que se acaba de ir y siempre viene por acá?, y una chica muy emocionada respondió: sólo busca algo tan simple y tan grande como hojas y lápices, esa niña sólo quiere estudiar.