Cuando las cosas son bautizadas por sus propietarios adquieren otro significado, hay algo más detrás de un simple nombre. Hay una historia, un recuerdo, un pasado, algo de herencia, el sentido de permanecer y pertenecer. Así me pasó con Elizabeth, tiene nombre de reina pero es una increíble plebeya y más hermosa que un castillo.
Los árboles como una gran obra de arte en colores pintaban las ventanas. El canto de las aves me transportó a viejos sonidos, me susurraron la voz de mi padre. El día gris no impidió que estuviera el calor del sol, las primeras gotitas de lluvia jugaron con mi inspiración a su antojo, y yo sólo dejé que mi alma con su pluma inmortalizaran un momento.
Bajo ese marco se encontraba Elizabeth, algo tímida, escondida entre la naturaleza, yo creo que permanecía ahí porque su falta de ego no le permitía admitir tanta belleza aún sabiéndose hermosa. Entonces empecé a imaginar y hasta preguntar en silencio: ¿Cuántas personas han estado aquí? ¿Sabrán de su existencia? ¿Y de su magia? Tal vez están las huellas de unos pasos que sólo entraron buscando algo de paz, soledad, o consuelo. Los que  llegaron a dejar una pena, o encontrar una hermosa noche de desvelo.
El calor del fuego junto con el reflejo de una luna nueva, el abrigo de un refugio, soltar suspiros disfrazados de declaración, perderse en sus calles de tierra para llegar al cielo, buscar entre el silencio alguna respuesta que tal vez estaba en una mirada, lágrimas cayendo al igual que la lluvia, sonrisas sin motivos y necesidad de un porque.
Yo no sé si mis interrogantes tendrán respuestas, y si mi imaginación fue un momento de elevación, y la realidad es otra cosa, en definitiva no puedo saber lo que guardan esas paredes, pero estoy segura que bajo el techo de Elizabeth y sobre su piso de nubes alguien habló de amor.